Queremos dar nuestro homenaje, a tantas mujeres
que tuvieron vetado el acceso a profesiones que en la
práctica ejercían con eficacia, pero bajo la sombra y
titularidad de un hombre.
NO QUIERO CASARME CON UN FARERO
Autor: Mario Sanz Cruz. Ilustraciones: Itziar Hernando
(Relato incluido en el libro “Faros sobre un mar de tinta”, editado por Playa de Ákaba)
Atardece sobre el pueblo encalado y escalonado, que trepa sobre una colina costera. En su parte sur, una pequeña torre cilíndrica asoma sobre los tejados planos, entre un antiguo castillo y las últimas casas de la villa, superando por poco a los edificios más cercanos, como si fuese una chimenea más gruesa de lo normal.
Cuando el sol empieza a retirarse tras las sierras, y el mar deja de ser un manto estampado de rosas y malvas para convertirse en una balsa de mercurio con brillos de plata, de la torrecilla brota un destello, después otro y uno más. Los guiños cesan y vuelven a los pocos segundos. Uno, dos, tres y nuevamente la oscuridad.
Una joven, de pelo claro y piel morena, acaba de accionar el interruptor que pone en marcha el faro. Sube por la estrecha escalera, que conduce hasta la linterna, para cerciorarse del buen funcionamiento de la lámpara. Con un cronómetro mide el tiempo que tarda la óptica en girar sobre su basamento, llena el pequeño depósito de petróleo de la lámpara Maris de emergencia y limpia los restos de combustible que han resbalado por el latón de su base.
En la vivienda que hay en la parte baja, suena una voz que trepa por la torre:
– ¡María! ¡María! ¡Cierra la ventana! ¡Que no entren esos pájaros! ¡Están por todos lados! ¡Maríaaaaa!
La joven baja la escalera con la agilidad de quien lo hace todos los días, pero sin demasiada urgencia. Sabe que el delirio de su padre no va a cesar en un buen rato y prefiere asegurarse de que todo está como debe estar en el faro.
Casi siempre es lo mismo. Durante el día, su padre se mantiene en un estado de semi lucidez, que le hace parecer una persona normal, pero cuando llega la noche, el alcohol hace presa en su cabeza. Al principio le da tranquilidad, luego euforia y al final sufrimiento y delirio. Ella le arropa, le toma la mano y trata de tranquilizarle, hasta que el sueño se apodera de él.
María duerme a ratos, pendiente de que el faro no se apague y de dar cuerda al contrapeso que hace girar la óptica.
Casi todas las noches hay algún fallo en la red eléctrica y tiene que encender la lámpara Maris y meterla en la óptica para que no se interrumpa el servicio.
Al amanecer, a la hora fijada en el estadillo que regula el horario del faro, apaga el interruptor y sube a hacer las limpiezas.
Mientras limpia el fumívoro de la lámpara de petróleo, recuerda a su padre hace unos años, cuando aún vivía su madre. A ella se la llevó una pulmonía, en 1955, y la cabeza de su padre se fue detrás, para siempre. No pudo superar la pérdida.
Antes todo era diferente. A pesar de las escaseces, que las había y muchas, la familia vivía feliz. Su madre era alegre y cariñosa, y su padre, aunque siempre fue más bien serio, era un héroe para ella. Desde muy niña le acompañaba en el trabajo, seguía con interés cada movimiento, cada gesto, cualquier acción que realizaba con el equipo de rotación, con la óptica o con las lámparas. Limpiaba con él los cristales de la linterna y quitaba el polvo de las lentes. Desde el balconcillo miraban al cielo, después a la veleta y luego al mar, y su padre sentenciaba: “Despejado, Noreste fuerza tres, marejadilla”, para que ella se lo recordara al hacer el apunte del día. María se sentaba a su lado en la oficina, viéndole manejar la pluma y soñando escribir algún día, en el Diario de Servicio, un enorme “Sin novedad” con su retorcida firma debajo.
Pero lo que María más disfrutaba eran las primeras horas de la noche, antes de acostarse. Después de encender el faro, su padre se sentaba con ella, en los escalones de la entrada, liaba un cigarro, muy lentamente, y le contaba historias de faros, fareros y naufragios.
La mayoría de las veces eran historias verídicas, incluso vividas en primera persona por él. Relatos de hambres, padecimientos y ataques de rifeños, sufridos en los faros de la isla de Alborán o Cabo Tres Forcas.
A veces tenía pesadillas con los náufragos que quisieron comerse a la hija de un farero en las islas Columbretes o con el terrible farero que, tras la muerte de todos los hombres de la isla, se autonombró rey de la isla Clipperton.
Pero ella atesoraba en la memoria las historias en que las mujeres eran protagonistas, en vez de víctimas. Quería ser como la valiente Grace Darling, la hija del torrero de Longstone que, una mañana de 1838, subió a la linterna de su faro y, con el catalejo, vio a nueve náufragos agarrados a las rocas y a los restos de un buque, entre el mar embravecido. Ella decidió ir a salvarlos pese a la oposición de sus padres. Al final, su padre se embarcó con ella, y rescataron a los náufragos de entre las olas, grandes como montañas.
Recordaba con admiración a Eugene Matelet, la mujer del farero de Kerdonis, que en 1911, una noche vio como enfermaba su marido y la rotación del faro se averiaba. Eugene, ayudada por su hijo de diez años, pasó toda la noche haciendo girar a mano la enorme óptica, sin poder atender a su marido, que murió pocas horas después.
Pero la historia que más fascinaba a María, era la de las dos pequeñas hijas de Magín, farero de Tossa de Mar, que en 1935 cuidaron de su padre que había enfermado, al tiempo que encendieron y atendieron el faro a la perfección, mientras llegaba el farero suplente.
Ella sabía que era capaz de hacer lo mismo que las hijas de Magin, que estaba preparada para actuar en el momento en que surgiera la oportunidad; pero poco podía imaginar la pequeña María que, unos años después, ella tendría que atender a su padre y al faro, no una noche sino todas. Al principio eran pequeñas ayudas, palabras de aliento, pero a medida que la cabeza de su padre se deterioraba, tuvo que sustituirle por completo y de eso hacía ya cinco años.
Una mañana, al ir a llevarle el desayuno, María ve que su padre no despierta, ni despertará nunca más. No por esperada es menos dura la muerte de un familiar tan directo. Tras las lágrimas, María exhala un suspiro de alivio. Ahora sus padres estarán juntos y felices. Se alegra porque su padre ha dejado de sufrir, pero ella queda en la más completa soledad.
No tiene muchos amigos y su vida sentimental es inexistente. María se ha dedicado en cuerpo y alma a cuidar de su padre y del faro, como un todo. Pero ese todo se ha convertido en casi nada con la muerte del viejo farero.
Desde la Jefatura mandan a un farero suplente que se hace cargo del trabajo, mientras se designa un nuevo titular, y a ella, junto con unas rimbombantes condolencias, le dan un corto plazo para abandonar la que siempre ha sido su casa.
El suplente es un buen hombre que, a veces, había visitado el faro para ayudar a su padre a hacer algunos trabajos, y siempre le había caído bien a María.
Ella tiene que pensar en el futuro y no puede imaginar su vida alejada de los faros. A través del suplente, consigue una instancia para intentar el ingreso en el Cuerpo de Técnicos de Señales Marítimas, en el que, según le advierte el suplente, nunca ha entrado una mujer. Al oír eso, a ella sólo se le ocurre pensar en la poca iniciativa de las mujeres españolas, que nunca se han planteado ser fareras, y rellena los papeles para su ingreso.
María, con todos sus documentos en regla, se presenta en la Jefatura provincial de Obras públicas, dispuesta a iniciar el complejo proceso de ingreso, con sus trámites, sus exámenes y sus prácticas. Pero al intentar entregar la instancia, el encargado del registro pone cara de extrañado y le dice:
– Aquí pone María Sánchez Suárez. Debe haber un error.
– No señor. Así me llamo, y a mucha honra. Hija y nieta de fareros.
– Señorita, ¿en qué mundo vive?
– No le entiendo
– Es muy sencillo. Las mujeres no pueden ingresar en el Cuerpo de Técnicos de Señales Marítimas.
– ¿Por qué? – pregunta María perpleja.
– Pues porque no, porque es un cuerpo de hombres, porque las mujeres son el sexo débil, porque lo dicen las leyes, ¡yo que sé!
– ¡Qué es un cuerpo de hombres! ¿Usted sabe la cantidad de mujeres que han hecho el trabajo de sus maridos o de sus padres en los faros? Yo llevo más de cinco años haciendo el trabajo que no podía hacer mi padre. Conozco cada uno de los treinta y siete escalones de la torre, cada uno de los doscientos ochenta y ocho cristalitos de las lentes, cada una de las noventa y cinco tablas de caoba del forro de la linterna. Me han salido callos dándole a la manivela de remonte de peso y me he quemado los dedos, mil veces, encendiendo la lámpara de socorro.
– Usted dirá lo que quiera, pero este no es un cuerpo para mujeres.
– Mire caballero, no sé si será un cuerpo para mujeres, pero yo tengo suficientes arrestos para ser farero, ingeniero y sargento de regulares, si me lo propongo.
– Señorita haga el favor de marcharse. No tengo por qué soportar tanta insolencia. Si quiere seguir viviendo en un faro, cásese con un farero.
María coge sus documentos y sale de la oficina completamente indignada, repitiendo en voz baja:
– ¡Idiota! Yo quiero ser farera, no quiero casarme con un farero. Es más, prometo no casarme nunca con un farero.
Días después se presenta en el faro el nuevo técnico de Señales marítimas, designado para ocupar el puesto y la vivienda, que ella ha tenido que abandonar. Por suerte, los jefes han permitido que se quede unos días más en la pequeña casa de suplencias, mientras encuentra un lugar donde vivir.
El nuevo farero es un tipo joven, de gestos suaves, que lo mira todo con cara de estar descubriendo América. María le observa desde la ventana, mientras él saca su equipaje de una furgoneta, ayudado por el suplente. Un par de baúles, una vieja maleta y un piano de pared.
¡Un piano! María no puede creer lo que ve.
El nuevo deja sus cosas en la casa y toma posesión de su plaza, revisando todos los equipos del faro con el farero suplente, y firmando los dos en el Diario de Servicio. Antes de marcharse, el suplente les presenta. Es bueno que se conozcan, ya que van a ser vecinos durante algún tiempo. Se saludan, se observan unos instantes y cada uno vuelve a su casa, entre tímido y receloso.
Poco antes de la hora de encender, María le oye entrar en la torre. Pero pasan los minutos, pasa la hora programada para el encendido y en el faro no se ve ningún destello. María, nerviosa, entra en la torre y encuentra al nuevo farero intentando meter el cable de remonte en la guía, porque se ha salido de su sitio. Sin mediar palabra, ella coloca el cable en su lugar, baja a dar el interruptor y el faro se enciende.
El nuevo la mira con una mezcla de sorpresa y agradecimiento.
– Perdona que haya entrado así – dice María -, pero no podía quedarme quieta viendo que se pasaba la hora de encender.
– Gracias por ayudarme – dice él -, llevo muy poco tiempo en el cuerpo y aún no tengo mucha experiencia.
– Ya veo. Si le das demasiado fuerte a la manivela, el cable se sale. Hay que parar cuando veas que llega la señal marcada con un hilo en el cable. Debes tener más tacto. En los faros importa más la habilidad que la fuerza.
– Ya. Lo siento mucho. Espero ir cogiéndole el aire en los próximos días. Gracias otra vez.
La tarde siguiente, María se despierta de la siesta con el dulce sonido del piano. Hasta sus oídos llegan melodías que nunca había escuchado. Se interrumpen y vuelven a sonar renovadas, retocadas.
Cuando el hombre sale para encender el faro, María le está esperando.
– Parece que tienes mejores manos para el piano que para el faro.
– La verdad es que sí. Soy compositor, pero de eso no es fácil vivir y he tenido que buscarme un trabajo seguro.
– Si quieres puedes seguir componiendo, yo me encargo de encender.
– ¿No te importa? Me viene muy bien porque estoy enfrascado en un movimiento complicado que se me resiste.
– No. No te preocupes. Me gusta y estoy acostumbrada a hacerlo desde niña.
María sube la escalera y pone en marcha el faro, arrullada por la música de piano que sale de la vivienda principal.
Pasan los días y el plazo que le habían dado a María se cumple. Ella ha encendido todas las noches, mientras el nuevo farero terminaba su sinfonía. Además han hablado mucho. Ella le ha instruido sobre faros y él ha ido metiendo el gusanillo de la música en la cabeza de María.
Con sus pocas cosas empaquetadas y los ojos empañados, María se dispone a abandonar la casa de suplencia, apenada por dejar el lugar en el que ha nacido y vivido hasta ahora, pero más apenada por no poder ganarse la vida con el oficio que mejor conoce.
Al oír la puerta, el farero deja el piano y sale a su encuentro.
Antes de que María pueda decir una palabra de despedida, él se adelanta:
– María, no te vayas. Cásate conmigo.
María, perpleja, tarda un poco en responder:
– Lo siento. Tu propuesta es muy halagadora, pero me dejas sorprendida. Además, he prometido que nunca me casaría con un farero.
– No te preocupes por eso, yo no soy farero, soy músico. Aquí la farera eres tú.
NOTA DEL AUTOR:
La primera mujer que entró en el Cuerpo de Técnicos de Señales Marítimas, después de que se les permitiera el acceso en 1969, fue Margarita Frontera Pascual. Entre ella y la última, Cristina García-Capelo, que entró en 1991, han pasado por este cuerpo unas veinticinco mujeres; cortísimo número para un oficio que tiene más de dos mil años y que ahora está a punto de extinguirse.
Este relato va dedicado a ellas y a todas las demás mujeres que han tenido que luchar y sufrir por encontrar su espacio en este mundo, tan mal diseñado por los hombres.